lunes, 27 de julio de 2015

INGRATITUD HACIA EL GAUCHO - ALMUERZO CHICO

INGRATITUD HACIA EL GAUCHO                                                           
                                                                                     Este relato es un homenaje a la nobleza                                                                                                                         de los gauchos entrerrianos.
                                                                                                                          Oscar Pascaner
                
El gaucho fue el producto de la mestización de indios con mujeres blancas raptadas durante los malones a estancias, pueblos, fortines y caravanas.
No me detendré a analizar el derecho de los aborígenes de expulsar a los invasores porque me apartaría del tema que deseo abordar. 

GAUCHO: Mi deducción personal, -nada etimológica- me hace suponer que dicho vocablo habría surgido de unir la primera sílaba de “gauderio”, -término usado en el sur del Brasil para mencionar a hijos de indios con mujeres blancas raptadas-, y la segunda sílaba de huascho, vocablo quichua que significa desamparado o huérfano.

Cuando la joven blanca, víctima del rapto, vio que su hijo engendrado en la brutal violación del indio que la raptó, tuvo una sensación de rechazo al ver que su boca grande, su pelo renegrido, sus pómulos angulosos y sus ojos rasgados eran la fiel réplica del indio que la sometió brutalmente. 
Las indias que la atendieron en su parto pusieron al recién nacido junto al pecho de su madre, pero la joven blanca  lo rechazó. 
 - Críenlo ustedes - gritó y se tapó la cabeza con la sucia cobija.

Su resentimiento hacia el inocente cedió ante su constante berreo y la puso junto a su pecho ayudándolo para que chupe su pezón. 
Su instinto de madre superó su rencor.  
Mientras ese hijo no deseado mamaba repasó lo sucedido la noche del asalto a la estancia. Dejó su cuarto al oir la gritería del malón. Por la ventana vio los fogonazos de los trabucos de los peones en su intento de frenar al malón, pero caían bajo las puntiagudas lanzas y golpes de boleadoras de los indios. De los dormitorios le llegaron gritos desesperados de los miembros de su familia; se escondió detrás de un mueble. Allí la descubrió un indio maloliente de crenchas engrasadas que la sacó de los pelos y se la echó en su espalda y la puso sobre un caballo al que montó y la arrojó al suelo en un montecito donde la violó brutalmente. 
Debe haberse desmayado porque despertó en un camastro dentro de un toldo hecho con cueros vacunos. Una indígena le dio a beber una infusión de yuyos, algo amarga, pero la tomó para no desairar a esa mujer, a la que no le entendía lo que decía, pero se mostraba amable.

                                                            *

El niño puso su brazo junto al de su madre, y en su media lengua le preguntó por qué ella tenía la piel blanca y la de él era oscura. Su madre empalideció y lloró.
La india vieja se esmeraba en atender bien a la joven blanca y a su hijo, al que le hablaba en su extraño dialecto y él reía. Nunca rio con su madre.

Ya grandecito comprobó que su madre lloraba cada que le preguntaba por qué ella era tan blanca y, en vez de responderle, lo abrazaba escondiendo su cara  llorosa, le daba un beso, y lo mandaba a jugar con los otros chicos.

                                                       *

Con el tiempo comenzó a pensar que su madre ni él pertenecían a esa tribu.

Montado en su caballo, -regalo del indio de crenchas engrasadas- con permiso del cacique comenzó a ir a cada cacería de ganado que serviría de alimento a la tribu.

De ellos aprendió a secar la carne para hacer charque, o salarla para conservarla
hasta que decidan usar parte de ella para preparar alguna comida. Bastaba con dejarla durante una noche en agua para quitarle el gusto salado.
El pequeño mestizo observaba cómo estaquear los cueros para secarlos al sol. Después vio cortarlos en lonjas y en finos tientos con sus cuchillos. Comprendió que con esas lonjas hacían las riendas para sus caballos y las boleadoras con tres piedras forradas en cuero unidas con lonjas, que usaban para pialar a los vacunos y potros que querían cazar. También observó cómo hacían las botas de potro con el cuero de las patas de esos animales; sacaban el cuero cortándolo en círculo a la altura de la rodilla del potro, y lo sacaban entero. Sin secarlo se lo ponían en sus pies para que se les amolde.  

                                                            *

Mientras su madre dormía, o se hacía la dormida, él muchacho se proveyó de lo necesario, y sin saludarla dejó el toldo, montó su caballo y se alejó sin rumbo fijo.
Toda esa llanura le era familiar porque cuando aprendió a andar a caballo siguió a la indiada en  las cacerías de vacunos y yeguarizos (descendientes en cantidad pro-digiosa de los que trajo Pedro de Mendoza en la primera fundación de Buenos Aires).
Andando sin destino fijo dio con un arroyo, donde él y su caballo tomaron agua. Un carpincho y varias nutrias que había en las inmediaciones se metieron en el agua y se alejaron nadando.
En ese andar errabundo sintió necesidad de alimentarse. Al ver un ternero que retozaba alejándose de la manada,  taloneó su caballo y lo embistió derribándolo. Desmontó rápidamente y antes de que se reponga, lo degolló con su cuchillo. Con el ternero a horcajadas en la cruz del caballo llegó a un montecito de árboles. Juntó unas ramas, hizo fuego, mientras se asaba un costillar, terminó de cuerear el ternero y estaqueó su cuero al sol recordando que el cacique cambiaba cueros por cigarros, fósforos, ginebra, yerba, sal y otras cosas. Cuando él lo acompañó con muchos cueros vacunos y de animales silvestres, el bolichero le dio ropas, cobijas, y muchas otras cosas, y ese cuchillo que el cacique le regaló.
Él se acordaba donde estaba, pasaría por allí con el cuero del ternero.

De los indios aprendió a dejar la carne al sol para hacerla charque y otra parte la  salaban en la toldería. Cuando las mujeres querían usar un poco de esa carne, que le decían tasajo, para hacer una comida el día siguiente, la dejaban en agua toda la noche para sacarle el gusto salado.                                                                 De los indios aprendió a cortar el cuero en lonjas y en finos tientos; con cueros envolvían tres piedras medianas y las unían con lonjas de regular tamaño, para hacer las boleadoras que arrojaban a las patas del vacuno o del potro que querían atrapar.
Sentado a la sombra de uno de los escasos ombúes que había en la pampa hizo un  largo lazo con ocho tientos trenzados, mientras se  secaban al sol los cueros de unos animales silvestres que fue cazando durante su andar; tenía un vago recuerdo del sitio en el que estaba el boliche.
De su madre aprendió a hablar en castellano, sólo con ella lo hablaba.
Halló el boliche donde su dueño lo reconoció. Para no decirle que se había huído de las tolderías, dijo que vino por encargo del cacique para canjear los cueros por yerba, cigarros, fósforos, ginebra, un chiripá y otras ropas.

Así es como surge el “gaucho”, buen jinete, hábil con el lazo, las boleadoras y el cuchillo; además sabe el tratamiento del cuero y la salazón de la carne. Ocasionalmente se ofrece en un rudimentario establecimiento ganadero.
A los pocos días, su espíritu errabundo no soporta el sedentarismo y se va para seguir con su andar errabundo por la inmensidad de la pampa.

Una vez, en el boliche, compartió unas cañas con sus congéneres; después,  a la sombra de un ombú comieron un asado y tomaron mate. Uno de ellos tenía una guitarra y ejecutó en ella unos temas sureños.
-Empréstemela le dijo y ahí tuvo por primera vez la oportunidad de ver una guitarra y acariciar sus cuerdas.
-Y ¿cómo se hace pa´ sacar ese sonido que le saca usté?
- Y de oido no más –y le fue mostrando cómo cambia el sonido de la cuerdas conforme al lugar del cuellos de la guitarra en la que iba poniendo los dedos.

“Ese fue el gaucho primitivo” el que dio su sangre en las luchas para liberar estas tierras de los invasores españoles; el que moldeó el prototipo del gaucho que surgió en el siglo XVI y perduró hasta el 25 de Mayo de 1810.

Ciertas situaciones que vivió, agudizaron su instinto de permanente alerta.
  
En mi ingenuidad de niño provinciano le pregunté a mi maestra:
 -¿Por qué la Primera ni Segunda Junta de Gobierno, ni la Asamblea de 1813 no los recompensó por su aporte de bravos guerreros en las batallas para expulsar de estas tierras a los invasores españoles? -y la maestra no supo responderme y al verme que yo necesitaba una respuesta, añadió- Sobre eso ya sacarás tus propias conclusiones al leer la Historia Argentina escrita por diversos historiadores.
Queriendo saber el porqué de esa ingratitud, hoy que voy en camino a los 87 años, después de haber leído a muchos autores que escribieron sobre ese tema, no he encontrado a uno solo que me permita entender esa ingratitud.

Muchas veces el gaucho fue comparado con la figura del centauro.
Esa imagen no es arbitraria, ya que el caballo se constituyó en su amigo inseparable y su bien más preciado.
De este “gaucho primitivo” perduran algunos de sus hábitos, que suelen  verse en las fiestas en las que se honra la tradición.   
Un día, el gaucho primitivo levantó su rancho en terreno elevado, cercano a un arroyo de aguas limpias, hizo las paredes con barro mezclado con yuyos y bosta de vaca para que resistiera las lluvias, y lo techó con paja brava.
Cuando encontró la mujer que le gustaría para compañera, la conquistó.
En ese rancho armaron su familia, hasta que un día llegó la leva y se lo llevó como soldado a los fortines. Nadie asistió a su mujer y sus hijos.


La segunda etapa del gaucho: comenzó en 1815, y se extendió hasta 1846, en la que llegó el alambrado para delimitar los campos, época en que se dicta el decreto por el que todo hombre que no tenga propiedades sería reputado sirviente y estaba obligado a portar documentación (la “papeleta”) con la visa del patrón y del juez.
Ahí comienza el injusto e ingrato capítulo de “El gaucho perseguido”.
 (Nunca entendí por qué no se dictaron leyes para asimilar a la “civilización” a esos valientes gauchos, que, por propia voluntad, o por las levas, lucharon primero para expulsar a los conquistadores españoles, y después  a los aborígenes trasandinos que asolaban a las estancias y pueblos del sur. Para aquellos que desconocen el episodio de los aborígenes trasabdinos que asolaron la población de Azul y llevaron cautivas a centenares de mujeres ¿están en contra de la Ley votada por unanimidad para llevar nuestra frontera sur hasta el río Negro? De no ser así ¿de quién sería hoy la Patagonia?

La tercera etapa: la del ocaso del gaucho, en el contexto de la organización nacional y las profundas transformaciones en los campos de la Argentina.
(En ese contexto, tampoco se acordaron de los que dieron su sangre en las lu-chas por la Independencia, de sus mujeres, ni de sus hijos desamparados).

EL GAUCHO PERSEGUIDO

Había gauchos que tenían su hogar fijo (donde vivían con su mujer e hijos) y que desempeñaban tareas en establecimientos cercanos, aunque de hecho la mayoría andaba y andaba la llanura, sin otro sedentarismo que una corta temporada de “agregado” en alguna estancia (el “agregado” recibía techo y comida a cambio ce ciertos trabajos menores).

El firme desarrollo de la producción ganadera y el paulatino afianzamiento de las instituciones políticas iban creando un nuevo país, la nación moderna, donde el viejo andador de caminos, solitario e incansable viajero, ya no tenía espacio.
Lo que necesitaban, en cambio, eran hombres con su pericia y valor para el servicio estable en las estancias y saladeros.
También los necesitaban en las filas del incipiente ejército, para continuar ampliando la frontera civilizada hasta hacerla coincidir con los límites del territorio nacional, hasta integrar las extensas tierras del Sur que seguían en   poder de los indios.
Además el incremento de la actividad de hacendados, saladeros curtiembres y exportadores había hecho desaparecer la hacienda sin dueño, y la tradicional costumbre de carnear vacunos ajenos –admitida años atrás- ya configuraba un delito.
Esta época de decisiva transformación constituyó el comienzo de la era del gaucho perseguido, figura que encontraría su reflejo literario prominente en El gaucho Martín Fierro, la clásica obra de José Hernández (1834-1886).

Se desatan polémicas entre los que emitían opiniones al voleo, al sostener que los gauchos eran “semi delincuentes, vagos malentretenidos”, que contrataban con los mejor informados, que los consideraban víctimas de ideas “importadas” basadas en “el proyecto de organización nacional”.

De todas formas, es indudable que así como el nacimiento del gaucho se explica por las condiciones reinantes en el Río de la Plata hacia el siglo XVI, su ocaso también responde a los condicionamientos de la economía que se modificaba sustancialmente con el paso de los años.
De este modo, culminaba el proceso que venía prefigurándose.
En 1815 el gaucho tiene ante sí una alternativa ineluctable: incorporarse a las modernas faenas rurales o, en su defecto, a la marginación por la pérdida de todo espacio social, una huída incesante de la autoridad, guarecerse en terrenos bajos, en la periferia semisalvaje, o al riesgo de ser enganchado por la leva para llevarlo a los fuertes de las fronteras. (Y sigue la ingratitud de nuestros gobernantes de usar al gaucho como freno contra los indios).
Éstos fuertes eran avanzadas militares de enrolamiento quinquenal forzado, en los que debían defender y extender los límites de la civilización frente a la resistencia de las poblaciones indígenas, cuyos cruentos asaltos a estancias y poblaciones (llamados“malones”), obstaculizaban el crecimiento del país.
Paralelamente, y como tantas veces en la historia, la casualidad y constancia    marcaron un hito transformador, verdaderamente revolucionario.
Desde los iniciales intentos civilizadores en el Plata, los gobernantes y los hacendados tenían honda preocupación por hallar un sistema efectivo para delimitar las parcelas rurales y resguardar el ganado: zanjas y cercos vivos de plantas no resultaban soluciones ciertas, y la clave fue hallada al azar por el inglés Richard B. Newton, residente en Buenos Aires con su esposa y 15 hijos. A principios de 1844 viajó con dos de sus hijos a Gran Bretaña para ocuparse de la educación de ellos. El año siguiente, en un paseo ocasional por el estado de Yorkshie, pudo observar una manada de ciervos cercada por gruesos alambres. Entusiasmado tomó la idea, adquirió los materiales necesarios para su campo y los hizo remitir a la Argentina a bordo del velero Jonathan Félix, pero el navío naufragó durante la travesía oceánica.
Ese fracaso no amilanó a Newton, encomendó a la firma Readgers & Cía el envío de “100 atados de alambre de 160 yardas cada uno; 500 varillas de una pulgada y cuarto por cinco pies de alto, con siete agujeros”, mercancía que llegó al puerto de Buenos Aires a mediados de 1846.
Provisto de esos elementos Newton cercó su huerta, el parque, el jardín y los montes de su estancia “Santa María”, ubicada a 10 leguas de Chascomús, en la Provincia de Buenos Aires, con lo que inauguró el uso del alambrado en la República Argentina.
La generalización de ese sistema termina con el gaucho de antaño.
En su lugar crece otro personaje, el gaucho peón, asimilado a las estancias nuevas, se convierte en sedentario y especializado en tareas pecuarias.
Ese gaucho peón, depositario de las cualidades de su antepasado errabundo se convierte en celoso custodio de costumbres que ya no ejercita día a día. El gaucho al que las circunstancias de una época pasada lo llevaron a vivir marginado como “semi delincuente, vago y mal entretenido” desaparecía para siempre y surgía “el gaucho peón de estancia, hábil en tareas rurales”.
Ese gaucho fue el que en la provincia de Entre Ríos, daría su colaboración desinteresada a los inmigrantes europeos.

LAS FAENAS DE LA YERRA

En los tiempos de auge, la marcación de la hacienda mayor y las ceremonias consecuentes, constituían uno de los acontecimientos más importantes en la vida social del gaucho; la mayor de sus oportunidades de expansión. Porque el trabajo de marcar a los animales (mediante hierro candente con determinado dibujo registrado a nombre de su propietario) iba acompañado por las habilidades colectivas únicas; celebraciones, entretenimientos; un escenario calificado que demostraba la destreza en la ejecución de faenas  (que así no pesaban) y el remanso de la música y el baile, donde las mujeres tenían la mejor ocasión de lucimiento.

Una vez al año, durante los templados meses del otoño (abril, mayo, junio), la estancia preparaba su gran acontecimiento: la yerra. En dicho suceso el animal era volteado mediante el recurso de pialar (enlazar sus patas), y otros lo mantenían apretado contra el suelo, algunos animales machos se castran para su mejor engorde, otros pierden parte de su cornamenta para atenuar su agresividad y se les aplica el hierro candente arriba del anca, la marca complicada e indeleble geometría del símbolo del establecimiento.
Decidida la fecha en que la yerra tendía lugar, el mundo rural se aprestaba, hombres y mujeres de la estancia, vecinos de campos cercanos y gauchos de lejos, atraídos por la certeza de una buena diversión. Todos con sus mejores atavíos; ponchos de vicuña, chapeados de plata, botas bordeadas en el empeine, espuelas de grandes ruedas, lazos trenzados con 24 tiras de cuero y cuanta prenda lujosa esperaba esa inigualable ocasión.
Después de apartar los animales destinados al asado, mientras el fogonero calentaba las marcas y afilaba las tijeras de descornar otros instrumentos para las delicadas funciones quirúrgicas, el ganado sin marca era llevado al corral, y a la orden que impartía el patrón, los pialadores (que arrojan sus lazos a las patas delanteras del animal y los enlazadores (que hacen caer la cuerda en las astas o el cuello del animal) comenzaba su tarea.
Algunos a pie, otros a caballo, pialadores y enlazadores dejaban caer sin falla el lazo sobre la presa elegida ante rodeados público entusiasta, que, con gritos que sonaban como aplausos, premiaban las más espectaculares maniobras ante la fiera resistencia de los animales. El corral se convertía en el centro de la atención,
ámbito ideal para demostrar su maestría en el uso del lazo y en la tarea de sujetar al animal contra el suelo para aplicar las marcas candentes, la tijera descornadora y la herramienta para castrar. En pocos segundos las bestias eran devueltas a sus fuerzas, ya marcadas, los terneros castrados, otras con parte de sus cornamentas mutiladas.
El corral representaba el principal núcleo de la actividad, pero no faltaban otros sitios complementarios como el ombú que ofrecía su sombra propicia para sentarse a tomar mate y la presencia de una gimiente guitarra, a cuyos sones, parejas de toda edad dibujaban las rítmicas figuras de las danzas típicas de la pampa. Un poco más allá, un terreno despejado permitía la rápida preparación de la cancha de taba (juego en el que se arroja al aire un astrálago de vaca y, según como se posa, el tirador gana o pierde), y el hueso decidía la suerte de los jugadores.

UN MARCO DE FIESTA

La yerra, cuya duración dependía de la cantidad de animales a marcar (5, 10, 15 días o más), hacía posible asimismo otros entretenimientos, entre ellos, la doma de algún potro, momento en que el gaucho volcaba su máxima sapiencia y todo su prestigio, dominando al animal después de una lucha obstinada sobre su lomo arqueado (quizá no exista menor narración de la doma gauchesca que la narrada  por Ricardo Güiraldes en su novela Don Segundo Sombra).
Otro juego era la corrida de sortijas. En un tramo de 200 metros, loos jinetes competían en habilidad tratando ensartar la sortija con un pequeño palito mientras pasaban a toda carrera debajo del arco en que aquella estaba suspendida.
Otro entretenimiento eran las carreras “cuadreras” (denominadas así porque la distancia se determinaba en cuadras), en las que no sólo se medía la habilidad del caballo, sino también la capacida del jinete, que otorgaba o recibía ventajas, según el caso, para que la juesta fuera competitiva, frente a la ansiosa expectativa de los apostadores.
Era ocasión, a la vez, en particular durante la noche, para el lucimiento de los payadores, esos auténticos trovadores de las pampas cuyos versos, generalmente en contrapunto o desafío, reflejaban el ingenio y la tradición populares.
La aparición de los payadores en las llanuras del Plata se produjo a fines del siglo XVIII; sus cantos improvisados tenían como tema la vida cotidiana del hombre de la región, sus avatares, sus goces y desdichas, así como su participación en las campañas militares.
El encuentro de dos de estos cantores-cronistas, daba lugar a clásicas “payadas” que, primitivamente en décimas, más tarde en sextinas y octavillas, y en la última frase en cuartetas, improvisaban alternativamente durante horas, hasta que uno de ellos no hallaba respuesta inmediata a la intervención de su oponente.
Este personaje relevante del panorama pampeano encontró su momento literario en las estrofas del Santos Vega el Payador, admirable descripción en octosílabos de la vida del gaucho en el siglo XVIII, escrita por Hilario Ascasubi (1807-1875).

DE AYER Y DE HOY

En la pampa argentina actual, la yerra sigue cumpliendo con el marcado de las crías, el descornado, el castrado de los terneros destinados a ser novillos y otras necesidades inherentes a la producción ganadera.
Actualmente los bretes, pasillo de tablones de madera, en los que se hace entrar a los animales, cruzándoles un madero por delante y otro por detrás, se inmovilizan para hacer con ellos las tareas inherentes a la producción ganadera.
Quienes tuvimos la oportunidad de presenciar las yerras, o ser partícipes de ellas, quedamos expuestos a sentirnos invadidos por la nostalgia.
Empero, al calor de las tradiciones, muchas cosas perduran del ayer remoto.
Una jineteada nos hace recordar la doma, la destreza sigue intacta, como el lujo en los aperos. Esas lejanas yerras se resisten a ser olvidadas.

                * * *                 oscarpascaner.blogspot.com
                      
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ALMUERZO CHICO

Imbuído del intenso sentimiento de argentinidad que vive en mí, me hizo evocar vivencias del lejano diciembre de 1941, cuando mi hermano y yo pasamos todo ese mes en la chacra de nuestros tíos León y Manuela. 
Mi tío había contratado a tres criollos agauchados para levantar la cosecha. Ellos y Fausto, el mensual de mi tío, tocaban la guitarra y cantaban temas tradicionales que exaltaban el coraje gaucho en las guerras por la independencia y temas que eran emblemáticos de la tradición del gaucho entrerriano.
Mi admiración hacia ellos hacía que deje mi cama en las madrugadas cuando los oía en la cocina preparando "el almuerzo chico", el desayuno que consistía en comer asado y después, tomar mate cocido con galleta. 
Ese recuerdo fue tan intenso que me llevó a desayunar un "almuerzo chico".
Puse a asar una tira de asado y tomé mate cocido con galleta de grasa.
Y los recuerdos volaron evocando a los gauchos entrerrianos que -según relata Martiniano Leguizamón en su obra "Montaraz"- y continúa su relato descriptivo: 
"De aquella época caótica, de instintos sanguinarios y cóleras insaciadas, en que ardía el fuego de la guerra santa y grande, surgiría más tarde, purificada por una inmensa ola de sangre, la obra de la revolución y de la independencia, que los caudillos campesinos sustentaron en la hora terrible de la anarquía y de la zozobra, cuando los hombres del Directorio de 1811 andaban solicitando ante las cortes extranjeras un monarca para el Río de la Plata, con su altanera protesta en que palpitaba el espíritu de la resistencia nacional.
Fueron los hombres de los campos, los gauchos montaraces, el factor primordial de la nueva patria que nacía entre estridores de batalla; paladines caballerescos y aventureros de un derecho que no comprendían quizás en su amplia significación sus cerebros ineducados, pero que sentían firmemente arraigado en sus corazones, porque les venía como una emanación del medio ambiente, como un mandato del instinto popular, que les despertaba las ansias febriles de ser libres, libres como la naturaleza que les rodeaba, como el desatado pampero, como la cruda luz que asoleaba las campiñas natales, como los ríos caudalosos donde abrevaban sus fogosos caballos de pelea.
Pensando en el coraje de los gauchos entrerrianos evoqué al gaucho Rivero, nacido en Concepción del Uruguay. Fue peón de campo rioplatense en la Islas Malvinas. Lideró el alzamiento contra la ocupación británica de la Islas Malvinas en 1833.

                                                       * * *              loscuentosdeoscarpascaner.blogspot.com.ar

viernes, 17 de julio de 2015

9 de JULIO de 2015

9 de JULIO de 2015 

Los festejos del 9 de Julio de 2015 comenzarán al mediodía con locro y empanadas en el local acostumbrado, -anunció el organizador del mismo, y agregó- actuará un buen charanguista y el conjunto La Lija.
  - Considero oportuno que, después de cantar el Himno, Paulita Longobardi en violín y Leandro García en guitarra, interpreten el tango 9 de Julio, y que su letra, de hondo contenido patriótico, sea cantada por Walter Menta. -sugerí, ya que el repertorio del charanguista y del conjunto La Lija eran ajenos a la argentinidad.

El martes 7 de julio, mediante llamado telefónico, le recordé al organizador del acto patriótico mi propuesta. De ser aceptada se la comunicaría a los intérpretes para que la ensayen los músicos con el cantor.
La ambigua respuesta evidenciaba que no le interesó. 
Entonces molesté telefónicamente al propietario del local de comidas en el que se realizaría el festejo. Con su habitual cordialidad dijo que Clarita se ocupaba de eso y me dio el número de celular de la dulce Clarita, quien conoce muy bien las aptitudes musicales de Paulita en el violín, de Leandro en la guitarra, y la excepcional voz de Walter Menta. 
  - Oscarcito, ya está todo organizado, no puedo modificar el programa.
  - Clarita, 9 de Julio tiene una letra de hondo contenido patriótico, su interpretación no demora ni tres minutos
  - Lo siento, lo dejamos para otra oportunidad.

Con bastante anticipación a la hora programada llegué al local en que servirían locro y se desarrollarían los actos programados vestido con mi mejor traje negro y la escarapela argentina, como acostumbrábamos en mi pueblo entrerriano, lucir la escarapela en los días patrios.  
Observé a cada uno de los que iban llegando al local, todos vestían ropas de las que llamamos de entrecasa, sin la escarapela patria.
Me sentí como sapo de otro charco. Recordé que Buenos Aires no quería unirse a los "ranchos del interior" -según la expresión de Bartolomé Mitre en la batalla de Pavón, por la que Urquiza ordenó retirada no obstante ya tener ganado ese encuentro.    
Recordé que Buenos Aires no envió representante al Congreso de Tucumán para firmar el acta de Declaración de la Independencia... y que los sucesivos Gobiernos seguían ninguneando a las provincias del interior, lo que provocaba una emigración interna hacia Buenos Aires y sus suburbios porque aquí hallarían trabajo y estudios superiores para sus hijos... Vinieron a mi los documentales en que centroamericanos viajan en los techos de los trenes, con la ambición de llegar a los Estados Unidos... el amargor en la boca me impidió apreciar el sabor del locro.
Cuando ví al charanguista, dos horas después colgar en el atril la bandera de los pueblos originarios paseé mi mirada por el local buscando la bandera argentina... y no la hallé.  
A las 14 horas cantamos el himno, no con la solemnidad de mi pueblo entrerriano, me pareció uno de los cánticos de las barras futboleras alentando a su equipo. 
Hubo un espacio de tiempo vacío en el que había tiempo de sobra para interpretar el tango patriótico 9 de Julio. - ¿Qué habrá pensado Clarita por negarme los tres minutos que duraría su interpretación? 
El charanguista colgó en uno de sus atriles la bandera de los pueblos indígenas. 
Instintivamente paseé la vista por el entorno buscando nuestra bandera argentina, pero no la hallé.
El charanguista con sus acompañantes ejecutó música del altiplano.
Los buenos músicos, y buenos cantantes, que integran el conjunto "La Lija" nos deleitaron con canciones de los republicanos españoles que lucharon contra las fuerzas del dictador español Francisco Franco, pero ninguna argentina.

Desde mi idiosincrasia provinciana me surgió una reflexión: Aparentemente, el sentimiento de argentinidad es más intenso en el interior de nuestro país

Un mes y medio antes, el 25 de Mayo de este 2015, había asistido a los festejos patrios en mi pueblo entrerriano. Allí sigue vigente el fervor patriótico inculcado en nuestra niñez y que conservaremos hasta el último aliento de nuestras vidas. 
Gran profusión de banderas argentinas en los frentes de las viviendas, en el mástil de la Plaza 25 de Mayo. Los estudiantes de la escuela primaria ingresaron a la plaza portando una larga y ancha bandera argentina. Otra, igualmente extensa portaban los estudiantes del Colegio Secundario y otra, los chicos deportistas. 
Al palco de las autoridades locales lo rodeaba en sus laterales y en el fondo una ancha y extensa bandera argentina. 
Allí, entre las autoridades del pueblo, se encontraba el vice Intendente, mi fraternal amigo de la infancia Juancho Saldivia, con sus 85 años, vestido con traje azul, blanca camisa, corbata y zapatos negros bien lustrados, luciendo la escarapela como todos.  
¡Con qué intenso fervor patriótico entonamos nuestro Himno!

A través de las lágrimas que permanecían colgadas de mis pupilas, alcancé a ver el grupo de hombres vestidos con prendas gauchas, quien lo encabezaba portaba nuestra enseña patria. ¡Cómo no ir a estrechar sus manos si ellos representan a los gauchos que dieron su sangre en las luchas por nuestra independencia!  

Desde días antes el Diario El Pueblo de Villaguay, cabecera del departamento en el que se halla Domínguez, mi pueblo natal, anunciaba los festejos de ese día patrio y durante los tres números posteriores a ese patriótico acontecimiento, publicó notas sobre ellos con gran profusión de fotografías. Es indudable que su Directora, señora María José Surra, lleva en su sangre el sagrado orgullo de la argentinidad que parece más intensa en nuestra provincia entrerriana.

Para quienes desconocen la letra del tango patriótico que pretendí incorporar al programa de festejos, transcribo su letra: 

  
TANGO PATRIÓTICO NUEVE DE JULIO         Letra de Eugenio Cárdenas
   
Mientras los clarines tocan diana / y el vibrar de las campanas
repercute en los confines, / mil recuerdos a los pechos
los inflama la alegría / por la gloria de este día que nunca se ha de olvidar. 

Deja, con su música, el pampero / sobre los patrios aleros una belleza que encanta. 
Y al conjuro de sus notas las campiñas se levantan 
saludando, reverentes, al sol de la Libertad.

Brota, majestuoso, el Himno / de todo labio argentino.
Y las almas tremulantes de emoción, / a la Patria sólo saben bendecir
mientras los ecos repiten la canción / que dos genios han legado al porvenir.
Que la hermosa canción / por siempre vivirá al calor del corazón.

Los campos están de fiesta / y por la floresta el sol se derrama,
y a sus destellos de mágicas lumbres, / el llano y la cumbre se envuelven de llamas.
Mientras que un criollo patriarcal / narra las horas de las campañas libertadoras,
cuando los hijos de este suelo americano / por justa causa demostraron su valor.

                                                                          * * *               loscuentosdeoscarpascaner.blogspot.com.ar