lunes, 21 de julio de 2014

EL CABALLO CRIOLLO

EL CABALLO CRIOLLO


 La verdad es que yo fui quien propuso este tema porque lo había leído en Selecciones y s batallas de la guerra por la independencia la hicieron gauchos y soldados montados en caballos criollos. quería compartirlo con mis compañeros del Centro Cultural. Fue escrito en  Selecciones del Reader´s Digest por Scott Katileen Seegers. 
Yo tuve el privilegio de leerlo.  

   “Delgado, erguido en su silla de montar no obstante sus 82 años, el anciano de apariencia doctoral, emitió un agudo silbido; los caballos levantaron las cabezas buscando el sitio del que provenía ese silbido; el jinete se puso de pie sobre los estribos agitando su sombrero; guiados por una vieja yegua madrina, con estrepitoso golpetear de cascos, con sus crines y colas al viento, galoparon para congregarse hocicando y resoplando en torno del hombre que les brindaría el habitual puñado de avena.
     Esos eran los legendarios caballos criollos de la Argentina, famosos por su inteligencia, fuerza y resistencia. El jinete era el doctor Emilio Solanet, quien mediante sesenta años de dedicación y esfuerzos, ridiculizado al principio por sus colegas estancieros, rescató de una extinción segura, la raza cuyas vigorosas cualidades ayudaron a forjar la historia de la República Argentina.
     Fueron estos caballos los que llevaron a las tropas del Libertador José de San Martín, cargando víveres, municiones, cañones y otras armas y pertrechos de guerra a través de los pasos de la cordillera de Los Andes. Fueron los preferidos por los soldados gauchos de Juan Manuel de Rosas en la áspera inmensidad de la Patagonia, allá por 1830, durante la campaña contra los indios. Testimonios de aquellas luchas hablan de la fuerza y de la inteligencia de esos nobles animales. Dos indios cautivos, escaparon en un caballo criollo montado por ambos; en una noche recorrieron los 170 kilómetros que los separaban de sus tolderías. Otro caballo criollo en el que huía un indio cautivo, fue alcanzado por las boleadoras arrojadas por sus perseguidores; al sentir sus patas traseras amarradas, continuó su carrera saltando como conejo durante 14 kilómetros.
     Cuando la pampa, el desierto y las montañas quedaron libres de enemigos, los gauchos se valieron de caballos criollos para arrear ganado, arar los campos, ejecutar tareas rurales, sacar agua, transportar mercaderías, para pasear, y cien cosas más. En la estancia El Cardal pastaban plácidamente, junto a cada semental, grupos de unas cuantas yeguas con crías que retozaban a su alrededor.
     La apariencia del caballo criollo es de contextura maciza, al estilo de un perro bulldog: pecho muy amplio, cuello grueso, quijada pesada; su alzada es corta, sus patas poseen una formidable musculatura, su mirada es plácida. Su andar es seguro pero carece de la finura de ballet de sus primos, los caballos de carrera o de los pura sangre, ni hace piruetas como ellos. Puede estar una hora en un mismo sitio cuando, repentinamente entra en acción como impulsado por un resorte. Arranca como si lo dispararan con un cañón; puede girar sobre sí mismo en plena carrera, apartar de un paletazo a un toro del doble de su peso, pasar del galope tendido a la posición de parado con dos breves saltos que dejan surcos en la tierra, puede permanecer plantado aguantando los salvajes tirones de una vaca enlazada, arrastrar un carruaje, llevar a un niño de paseo con marcha segura y sosegada, mantener un galope tendido durante largas leguas. Si no hay pastos se nutre de cardos o de nada, si llega el caso. Los estancieros los llevan a los campos con pastos más duros porque, aunque parezca extraño, las yeguas son más fértiles cuando se alimentan de pastos duros y silvestres que cuando comen pasto tierno.
     En 1541, cuando los indios forzaron a los españoles a abandonar la pequeña aldea que era Buenos Aires, los caballos de origen árabe y berberisco que habían traído los conquistadores, quedaron libres. Sobrevivieron al medio huyendo de los pumas y de los indios adentrándose en la Patagonia. Durante los años siguientes la Naturaleza llevó a cabo su adaptación al medio que los rodeaba. Su pelambre sedosa se hizo más áspera y abrigada para resistir los fríos patagónicos, sus colores se mimetizaron con el paisaje convirtiéndose en gateados, overos y manchados; se hicieron más fuertes cuando sus delgadas patas delanteras se engrosaron; todo su cuerpo se hizo más duro y resistente. Se multiplicaron hasta alcanzar millares; deambulaban libremente por los espacios abiertos formando manadas. Los indios y los blancos los cazaban para utilizarlos en diversas faenas después de domarlos.
     Cuando las maquinarias sustituyeron la labor equina en las estancias de la pampa, los estancieros  comenzaron a importar de Europa caballos de silla de mayor belleza. Cruzaron a sus caballos criollos con ejemplares de otras razas; contrariamente a lo esperado, de esas cruzas resultó un animal inferior que heredaron pocas cualidades de sus progenitores. Consecuentemente los caballos criollos dejaron de existir en las estancias. Unas pocas tropillas quedaron en poder de los semi nómadas indios tehuelches de la Patagonia.
     Así estaban las cosas en 1908 cuando el joven Emilio Solanet, hijo de un acaudalado estanciero de origen francés, obtuvo su título en la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Universidad de Buenos Aires. Estando presente en la estancia El Cardal de su padre, se recibió una tropa de ganado vacuno que había sido arreado desde la Patagonia a través de 1.600 kilómetros. El joven Emilio advirtió que los fornidos caballos de pelambre áspera en que venían montados los gauchos, parecían frescos y vivaces tras un viaje tan largo. Los gauchos, de sangre india, contestaron a sus preguntas encogiendo los hombros citando un proverbio campero: “Un caballo criollo muere antes de cansarse”.
        Con la escasa información suministrada por los gauchos, Emilio Solanet comenzó a investigar el origen del animal. A medida que se sumergía en el estudio de viejos libros y documentos, comprobó, con excitación creciente, que se hallaba sobre la pista de una raza distinta producida por selección natural.
      Emilio Solanet partió el verano siguiente en busca de esos caballos; cabalgó por la Patagonia recorriendo centenares de kilómetros hasta dar con las carpas de los indios tehuelches. Pretendió comprar algunos, tarea que no le resultó fácil. Cada animal que elegía era tan apreciado por su dueño que se le hacía muy difícil adquirirlo, operación que requería la máxima paciencia en la que tenía que aguantar horas de regateos. Fue una búsqueda lenta que lo hizo recorrer la vastedad patagónica soportando larguísimas y agotadoras charlas negociadoras con los indios. Un día desmontó ante la tienda del jefe tehuelche Juan Shakmatr quien orgullosamente le dijo que él también hablaba cristiano.
      El jefe tehuelche Shakmatr le vendió a Solanet varios animales e hizo arreglos para conseguirle otros más. Shakmatr oficiaba de intérprete.
      Como resultado de ese viaje a la Patagonia, y de otros posteriores, Solanet llevó a El Cardal ochenta y cuatro caballos criollos, antecesores de todos los caballos criollos actualmente registrados en la Argentina.
      Con paciencia de científico, Emilio Solanet observaba cuáles de sus caballos trabajaban más y mejor, y cuáles tenían más bríos y mejor temperamento.
  - Yo no trataba de modificarlos -explicaba Solanet-. Cuatrocientos años de selección natural han producido un animal soberbio al que nadie puede mejorar. Todo lo que hice fue criarlos de modo que se conservaran en ellos las características de los mejores caballos.
      La recreación de la raza pasó a ser en Emilio Solanet su pasión dominante, aunque sólo podía destinarle una parte de su tiempo; su cátedra de profesor de zootecnia, que es la ciencia de cruzar animales para aprovechar sus mejores cualidades, en la Universidad de Buenos Aires, requerían de su esfuerzo al igual que la administración de la estancia El Cardal. Un amigo dijo:
  - La pasión por el caballo criollo corre por su sangre como si fuera un virus.
      Emilio Solanet, con su esposa y sus cuatro hijos, tres niñas y un varón, pasaban los inviernos en Buenos Aires donde los niños iban a la escuela y Emilio, en la Universidad, daba formación científica a una generación de veterinarios y zootécnicos. 
  - Era un maestro perfecto, -recuerda uno de ellos- invitaba a la pregunta y a la discusión, pero podía probar cada una de sus afirmaciones.
      Los viernes Emilio Solanet viajaba los 320 kilómetros que había hasta El Cardal donde pasaba el fin de semana ocupado en tareas administrativas y evaluaba los adelantos de sus amados caballos criollos. 
      Era de rigor que reuniera allí a familiares y amigos para dar cuenta de costillares vacunos y corderos hechos al asador a la manera gaucha.
        Emilio Solanet, antiguo socio de la selecta y poderosa Sociedad Rural Argentina, fue preparando con mucho tacto el ánimo de su Junta Directiva para que se le permitiera presentar los antecedentes de la raza de caballos criollos. La mayoría de los Directores enarcaron las cejas y mascullaron algunas evasivas. En 1920, Emilio Solanet presentó quince de sus caballos criollos en la prestigiosa exposición de los jardines de Palermo, a la que concurrió gran parte de la “sociedad argentina”. Sus robustos caballos criollos desfilaron ante los jueces. Desde los palcos se levantó un murmullo de desaprobación de otros criadores criticando a Solanet por “degradar deliberadamente” la cría de equinos en la Argentina. No obstante ello, los caballos de Emilio Solanet ganaron los primeros premios. Dos años más tarde, la Sociedad Rural le otorgó el reconocimiento por el que tanto había pugnado. Registraron oficialmente la raza de caballos criollos. A partir de ahí, al demostrar una y otra vez la capacidad de trabajo superando a caballos de otras razas, la popularidad del caballo criollo creció en forma continua. Otros estancieros comenzaron a criarlos. Para 1923 la admiración por el caballo criollo se había traducido en valor monetario. El campeón de ese año, Atuel Cardal, alcanzó la cifra récord de 5.500 pesos (1.910 dólares).
      El ingeniero civil Abelardo Piovano, montado en Lunarejo Cardal, un caballo criollo de 14 años, llevando una carga de 95 kilo, ganó una competencia de marcha de 1380 kilómetros de Buenos Aires a Mendoza. Lunarejo Cardal, durante 17 días consecutivos, recorrió un promedio de 80 kilómetros diarios. Sólo otros dos caballos, maltrechos, alcanzaron la meta un día después.
      En 1925, un suizo llamado Almé Tschiffely, maestro de escuela, se propuso recorrer la distancia que separa Buenos Aires de Washington, algo más de 18.000 kilómetros, empleando sólo dos caballos criollos de don Emilio Solanet,  Gato de 15 años y Mancha de 14. El maestro los usaría alternadamente, uno para montar y otro para carga.
      Se escucharon las críticas a don Emilio Solanet por enviar los dos caballos a una muerte segura.
      A medida que pasaban las semanas llegaban noticias a Buenos Aires sobre los dos caballos criollos que, marchando a través de pantanos palúdicos y escabrosos desiertos andinos, proseguían su marcha hacia el norte. La desaprobación se fue transformando en asombro.
      Finalmente, dos años y medio después de su partida, el trío llegó a Washington. El entusiasmo del pueblo argentino fue indecible. Gato y Mancha pasaron a ser héroes nacionales. La fe y el trabajo de don Emilio Solanet fueron reivindicados por esa epopeya de resistencia equina”.

                                                                         * * *    loscuentosdeoscarpascaner.blogspot.com.ar
        
Yo vi a Gato y Mancha embalsamados cuando lo expusieron en una importante talabartería de la Avenida San Martín de la Capital Federal.


   Belisario Roldán lo inmortalizó en la poesía  Caballito criollo                                                                                                              
                                     ¡Caballito criollo del galope corto
del aliento largo y el instinto fiel,
caballito que fue como un asta
para la bandera que anduvo sobre él!

¡Caballito criollo que de puro heroico
se alejó una tarde de bajo su ombú,
y en alas de extraños afanes de gloria
se trepó a los Andes y se fue al Perú!

¡Se alzará algún día, caballito criollo,
sobre una eminencia un overo en pie;
y estará tallada su figura en bronce,  
caballito criollo, que pasó y se fue!

                                                                         * * *
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