lunes, 21 de julio de 2014

RELATO GAUCHESCO

RELATO GAUCHESCO

Mi abuelo materno, mi tío Carlos y mi tío León, agricultores, reIteradamente exaltaban la nobleza, fidelidad, buena disposición y otras virtudes de sus mensuales gauchos. 
La buena relación de los colonos de la Empresa de Colonización Agraria fundada y auspiciada por el barón Mauricio de Hirsch con los gauchos entrerrianos determinó la pronta argentinización de esos inmigrantes radicados en Entre Ríos. 
En 1910, en días previos a los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo se publicó "Los Gauchos Judíos" de la autoría de Alberto Gerchunoff y prologado por el notable escritor entrerriano Martiniano Leguizamón. 
Al visitar a los familiares chacareros, mi hermano y yo correteábamos con los hijos de los mensuales gauchos. La mujer del gaucho, (a la que les decían chinas por su trenza) se esmeraba en agasajarnos con tortas fritas y pasteles. 
Esos mensuales gauchos, nos enseñaron, a mi hermano y a mi, a enlazar terneros, a trenzar tientos, hacer cimbras con cerdas de caballo para cazar perdices y otras muchas habilidades gauchas.  
En la escuela nos relacionamos estrechamente con hijos de gauchos, de criollos, de europeos y con los que Arturo Jauretche denomina "gente principal".  
  
Mi hermano Guillermo de 12 años, y yo de 11, pasamos el mes de diciembre de 1940 en la chacra de nuestros tíos León y Manuela (hermana de nuestra madre). 
Presenciamos la cosecha del trigo y lino que sembró nuestro agauchado tío León desestimando la opinión de ganaderos de la zona sobre lo inadecuado de ese suelo pobre en humus, para hacer agricultura. Pero mi  buen tío afirmaba que la agricultura ennoblece a quien la practica porque lo relaciona íntimamente con la tierra, y es un desafío porque lo fortalece en su lucha contra las adversidades climáticas y plagas. Mi tío consideraba que la ganadería era para los que carecen de coraje para afrontar las adversidades de la naturaleza. 

Nuestro tío, su mensual Fausto, y los tres gauchos (guitarreros y cantores como Fausto) contratados por nuestro tío para levantar la cosecha lo hicieron en tres semanas. 
Al pagarles por su trabajo, mi tío los invitó a quedarse para el asado que haría donde se lucirían ante sus invitados con sus habilidades de cantores y guitarreros.  

Al asado concurrieron mis padres con mi hermanita y otros familiares.
Fausto y los otros tres gauchos animaron la reunión con sus canciones y recitados acompañándose con las melodías de sus guitarras.
En un momento de la sobremesa mi tío León le pidió a mi padre:
  - Leonardo, cuéntese el relato del toro bravo.  
Todas la miradas se dirigieron a mi padre.
   - ¡Cuéntelo Leonardo, cuéntelo! -solicitaron varias voces.
   - El autor de esta magnífica obra es el escritor entrerriano Martiniano Leguizamón.  
Todos permanecían expectantes.  
Sin prolegómenos mi padre relató con moderado estilo del hablar campero:

   - “Patrón, han caído en la volteada unos toros matreros. Un bragao bravo con guampas machazas como pa´ chifles se empacó y atropelló al caballo con el que fuimos a pecharlo cuando se metió en el zarandizal.
    - A ese, métale lazo y córtele sus atributos -ordenó el dueño de la estancia.
    - ¡Vamos muchachos! -dijo el capataz- Dispués de hacer lo ordenado por el patrón lo viá a soltar puerta ajuera pa´ que lo pialen y le hagan sonar el lomo contra el suelo.
Al tenerlo enlazado, el gaucho exclamó gozoso:
   - ¡Ya está! -miró al dueño del establecimiento con la faz iluminada por una alegría que le dilataba el pecho y le preguntó:
   - Diga patrón, si muento ese toro bravo con la cara pa´ atrás ¿qué me regala?
   - Te regalaré mi pañuelo colorado así lo lucís esta noche en el baile.  
El gaucho se distrajo mientras hablaba con su patrón sin advertir que el toro furibundo amagaba embestirlo. Alguien gritó ¡Guarda! El gaucho hizo revolver al montado y esquivó la embestida. El toro pasó de largo y detuvo su carrera escarbando el suelo aventando la hierba que pisaba. Una espumante baba caía de su belfo palpitante; el borlón de su cola chicoteaba sus flancos.  
El jinete comenzó a azuzarlo haciéndole viborear la trenza del lazo ante sus ojos. 
El toro meneaba la cabeza amagando cornadas y arremetió bufando. El gaucho hizo que su cabalgadura girara en círculo; la cornada apuñaló el vacío. El lazo se tensó crujiendo haciéndole sangrar la cornamenta. El toro, impotente ante quien lo humilló evadiendo su fuerza bruta y la de sus embestidas, cambió de táctica: se empacó. Entonces el jinete aflojó el lazo y empezó a acercársele presentándole el anca del caballo. El toro, con el cuerpo estremecido de temblores, enhiesto el cerdoso testuz y con sus agudas astas amenazantes como lanzas gigantescas, permanecía inmóvil jadeando y resollando con mirada fiera. Cada paso hacia atrás del caballo acortaba la distancia que lo separaba del toro. El gaucho, con el rostro vuelto hacia el toro, lo observaba sin pestañear, mantenía firme las riendas en la mano izquierda, con la derecha sostenía el lazo arrollado, las espuelas listas para pinchar los ijares cuando el toro intentara atropellarlo. Los segundos transcurrían lentos, angustiosos, trágicos. 
   - ¡Chá, chá, torito -decía la voz serena del gaucho; resonaba extraña en el vasto silencio. El toro empacado no se movía. El caballo, crispado de espanto, las orejas amusgadas y el cuerpo encogido, temblando, retrocedió otro paso. El lazo trenzado parecía una culebra tensándose en el tramo del espacio que lo separaba del toro. Volvió a sonar la voz del jinete:
   - ¡Chà, chá… torito!
La bestia acosada encogió los garrones, sus ojos flamígeros se cerraron de golpe, bajó la cerviz, y atropelló. Sonaron las rodajas de las espuelas al clavarse en los ijares del caballo haciéndole dar un brinco hacia un costado en el momento en que uno de los cuernos hendía su cola sacándole un mechón de cerdas. El lazo se estiró en violento tirón y se cortó con un ruido seco;  serpenteó silbando en el aire y golpeó con fuerza al jinete que, en vano se abrazó al pescuezo del montado tratando de evitar la caída. La bestia, ya libre, embistió a los pialadores desparramándolos y volvió erguida de bravura. Sus pezuñas rayaron el suelo levantando remolinos de polvo; el borlón de su cola chicoteaba sus ancas. Dando broncos bramidos se preparó para acabar con el hombre que permanecía allí sentado, inmóvil, atontado por el golpe, el rostro intensamente pálido, veteado de surcos rojizos por el chicotazo del lazo. El toro, con los pelos del cogote erizados, el hocico empapado de espumarejos, las astas brillando al  sol, enfurecido,  olfateando el suelo, avanzaba lentamente como si gozara al prolongar la terrible agonía del hombre caído. El toro acortó la distancia, un tranco más y ya estaría encima del gaucho. En ese momento surgió del monte cercano otro jinete lanzando alaridos de desafío para atraer la atención de la bestia embravecida. Avanzaba veloz blandiendo el arreador como el zig zag de una centella. No se oyó ni una voz, los alientos se paralizaron. Las miradas permanecían clavadas en aquel cuadro de soberbia imponencia. El caballo se acercaba con las crines trémulas, alta la cabeza y el ojo azorado, corría veloz guiado por el forastero que, parado en los estribos, hacía zumbar los chasquidos del arreador voceando su reto vibrante:  
   - ¡Hop! ¡hop!...
Un gaucho desconocido, llegado por azar donde un hombre estaba próximo a sucumbir clavado en las astas de un toro, con suprema abnegación exponía su vida para salvar una ajena. Ese jinete hizo que su caballo pechara al toro al través en violento choque de rudeza salvaje. Toro, caballo y jinete rodaron por el suelo confundidos en una polvareda. El toro se disponía a atacarlo. Alaridos de pavor y gritos de angustia partieron de las gargantas de los allí presentes. El forastero se puso de pie esgrimiendo el facón y, atropellando a la bestia, le sepultó la hoja hasta la empuñadura. El toro balanceó su cabeza como atontado, trastabilló, se le aflojaron las tabas, amagó una cornada  y un cuajarón de sangre le ahogó el último mugido.
Por la tarde, junto al fogón, el forastero oyó comentar su hazaña, turbado se excusó:
   - Vaya, no hay pa´ qué mentarlo, no hice más que darle una mano a un hombre en apuros.
Cuando el patrón lo invitó para el baile que se celebraría esa noche, el forastero suspiró respondiendo:
   - ¡Amalaya! Los milicos me vienen pisando el rastro. Me desgracié; jué peliando sin ventaja que maté de frente. El finao quedó boca arriba, no me dieron tiempo pa´ darlo güelta y eso es de mal agüero… de seguro que me alcanzarán.
El patrón lo miró fijo, las pupilas del hombre brillaban tranquilas, señal de que no mentía. Sin averiguar más de la vida de aquel hombre, tocado por esa simpatía del infortunio, le dijo con hidalguía campesina: 
  - Mi tropilla de alazanes con colas y crines blancas está en el corral, vaya amigo, métale el freno al que le guste, todos son como para torear alcaldes.
El forastero no se hizo repetir la oferta.
Poco después, misterioso y taciturno, como había llegado, su silueta se borró en las sombras de ese atardecer sin estrellas".
                                                                       * * *       loscuentosdeoscarpascaner.blogspot.com.ar     

1 comentario:

  1. MUY BUEN RELATO!!...
    LO INVITO A VISITAR MI BLOG: *ECLOSIÓN ANTE UNA HOJA EN BLANCO*
    ATENTAMENTE: GRACIANA BUSATTO

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