lunes, 21 de julio de 2014

Cambio de rumbo

En el año 1942  cursaba 6° grado de la escuela primaria de mi pueblo entrerriano. 
En Domínguez, mi pueblo entrerriano, como en otros pueblos chicos, no había colegios secundarios. Sólo algunas ciudades, cabeceras departamentales, los tenía. Pocos padres contaban con recursos económicos para afrontar los costos de viajes, pensión, textos, útiles y otros gastos que implican radicarse en una ciudad con establecimientos de enseñanza secundaria. La Universidad era algo inalcanzable para quienes vivíamos en pueblos del interior del país. 
Los hijos de agricultores trabajaban junto a sus padres labrando la tierra y haciendo tareas realativas a esa actividad. Quienes vivían en los pueblos no tenían posibilidad de trabajar, sólo unos pocos lo conseguían.  
Uno o dos eran admitidos por el Jefe de la Estación del Ferrocarril o por el Jefe de la Oficina de Correos y Telégrafos para ingresar como practicantes sin sueldo.  
No obstante de que mi padre era el Jefe de la Estación Domínguez del Ferrocarril Entre Ríos, nunca consideré esa posibilidad. 
Mi hermano Guillermo, un año mayor que yo, ese año había iniciado sus estudios para docente en la Escuela de Maestros Normales Rurales Alberdi. 
Mi padre me sugirió en repetidas oportunidades estudiar en la Escuela de Artes y Oficios de Concepción del Uruguay el oficio de tornero. La mención de esa palabra me producía escalofríos por los padecimientos a la que me sometía el dentista.  
La cercana ciudad Villaguay sólo tenía Bachillerato, sirve de base para una carrera Universitaria. Algo inalcanzable para los hijos de empleados ferroviarios y de la mayoría de quienes viven en los pueblos. 
La mayoría se resignaban con un Si Dios quiere ya encontrará algún trabajo. 
Opté por estudiar en la Escuela Alberdi. 
¡Buen trabajo les dio a mis padres conseguir que me admitan teniendo 13 años y medio. El Reglamento decía 14 años cumplidos y, excepcionalmente, quien los cumpla hasta el 30 de junio. Y yo los cumpliría el 28 de agosto.
Ingresé como alumno de esa escuela en marzo de 1943.         
Ese año aprobé todas las materias con buen promedio. Estuve entre los pocos seleccionados el último mes, para hacer la primera práctica de dictado de clase.     
Al finalizar el año lectivo, el Señor Bigs, Director de la Escuela Alberdi, estrechó las manos de cada egresados. 
De pie junto a la cabecera de la extensa mesa en la que se encontraban les recordó que deben ejercer la docencia con eficiencia y dignidad para mantener en alto el bien ganado prestigio de los maestros alberdinos. 
A continuación cada uno de ellos dijo unas palabras. Los escuché con atención.
  - La profesión de maestro rural requiere llevar la instrucción escolar a las entrañas de la selva montielera, donde pululan alimañas y serpientes venenosas; o a parajes desolados donde no hay médico, farmacia, ni almacén, pero la de la docencia es un sacerdocio que requiere...
  - ¡¡¡Qué!!! Yo jamás consideré ese destino para un maestro rural. 
Durante los días que pasé junto a mis padres en las vacaciones de invierno no tuve coraje para hablar de ese tema con mis padres por haberme negado a aceptar la sugerencia de aprender el oficio de tornero.

          En marzo de 1944, al reiniciarse las clases, comprobé que los estudiantes ya no mantenían el trato fraternal del año anterior. Los comunicados del gobierno militar, que tomó el poder el 4 de junio de 1943, generó malestar con  el decreto de la enseñanza religiosa obligatoria en todos los niveles de estudio y del revisionismo histórico en el que se descalificaba a destacados próceres. Ciertas medidas de neto corte anticonstitucional, la evolución de la segunda guerra mundial, el revés que sufrían los nazis en los frentes de batalla, y otros acontecimientos sacaron a flote odios raciales y religiosos de los simpatizantes de los nazis y ultra católicos.
          Una mañana apareció en una pared de los baños una injuriosa leyenda racista injuriosa escrita con grandes y gruesos trazos hechos con pintura negra.
           Lo comenté con mis padres durante las vacaciones de invierno.
           Mi padre, Jefe de la Estación Domínguez, me pidió que lo vea en su oficina. (Mi familia ocupaba la vivienda adosada a la estación ferroviaria).
  - Hijo, estuve pesando en lo del mal clima que hay en la Escuela Alberdi. Yo podría solicitar ante las autoridades del Ferrocarril que aumenten el personal de esta estación agregando un practicante. Si lo autorizan tendrás la oportunidad de ingresar al Ferrocarril. Si te esmeras lograrás ascensos y ganarás más que los maestros rurales.
 Regresé a la Escuela Alberdi con la ilusión de dejar los estudios para ingresar al Ferrocarril. 
 El 1ª de septiembre recibí una carta de mi padre. Habían aprobado su petición. Se creaba el puesto de practicante con sueldo en Estación Domínguez.  Mi padre me pedía que le conteste urgente si aceptaba ese cargo o prefería seguir la carrera docente.
 Informé en la Dirección de la Escuela que abandonaba los estudios.
 Retiré del depósito mi baulito y empaqué mis pertenencias.
 Hablé con quien llevaba la correspondencia a la Estación Tezanos Pinto para pedirle que me lleve en su carruaje.   
 Al descender del tren en la Estación Domínguez me paré junto a mi padre que permanecía atento al descenso y ascenso de pasajeros, a la carga y descarga de equipajes. No se había percatado de quien estaba a su lado.
 Dos minutos después tocó la campana anunciando la salida al tren.
 En ese momento me vio.
  - ¡Hola hijo! -exclamó estrechándome en fuerte abrazo- ¿Recibiste mi carta? Esperaba tu respuesta para informar a la Oficina de Personal del Ferrocarril.
  - Si, la recibí y vine a dártela personalmente. ¡Sí, acepto! Volver a casa y trabajar contigo me hace muy feliz. 
Algunos de mis amigos y compañeros de estudios de la Alberdi se sorprendían cuando contaba que mis hermanos y yo tuteábamos a nuestros padres. 
El tuteo, -según algunos- era una falta de respeto y consideraban al castigo físico como método de educación.
Felizmente, a mis hermanos y a mí, nos educaron en la obediencia por amor. Nuestros padres, sin tener preparación universitaria, eran avanzados en eso.
Volver a mi hogar, reencontrarme con mis amigos y aprender el oficio de oficinista ferroviario guiado por mi padre, fue mucho más de lo que un adolescente puede anhelar. Ese fue el principio de una serie de ascensos de categoría como empleado ferroviario. Se sucedieron relevos en distintas estaciones; a los dieciocho años relevé al Jefe de Estación Yuquerí. Cuando fui convocado al Servicio Militar me hallaba en Estación Crespo como auxiliar de 2da categoría, y al retomar servicio después de haber cumplido con la Patria logré que me den el cargo de Jefe de Cargas en Estación Clara.

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