jueves, 30 de octubre de 2014

CUENTOS DE ANDRÉS


Las Galaxias
 Para mi viejo…


          La primera vez que viajamos por las galaxias el Capitán se quedó conmigo todo el trayecto. Me decía que tenía que tener cuidado porque las galaxias eran muy gigantes y si bien eso permitía que cualquier cosa fuera posible, también hacía probable que algún día me perdiera en la infinidad del espacio y no volviera a ver nunca más a mi tripulación. Creo que aquel era el mayor miedo del Capitán, porque siempre me decía que yo era su mejor hombre y que estaba orgulloso de tenerme en su equipo. Yo estaba en la parte de atrás del vehículo y le pedía permiso para pasar a la cúpula principal donde él conducía la nave, pero no me dejaba. Decía que todavía tenía muchas cosas por aprender, pero yo sospechaba que simplemente no quería que el resto del grupo se pusiera celoso porque yo era su preferido. De hecho, cuando estábamos solos, el Capitán siempre me dejaba sentar a su lado. Yo lo miraba con una inmensa admiración, pero el insistía en que girara la cabeza en torno a la ventana así no me perdía de la hermosura de las galaxias.
          Después de varios viajes, el Capitán me dijo que ya estaba preparado para ocuparme de la nave yo solo. Nunca antes había sentido tanto miedo, pero sabía que no podía decepcionarlo y acepté el desafío. Además, la nave avanzaba tan rápido y se manejaba tan fácilmente que estaba convencido de que no habría margen de error. Y entonces, estando completamente solo, por primera vez pude ver las galaxias. El Capitán tenía razón – él nunca mentía – la vista de las galaxias era hermosísima. La oscuridad del paisaje sobresalía por sobre todas las cosas, pero también habían luces y colores extraños, y un tipo de nubes que empañaban la cúpula de a ratos y la mojaban a veces. Unas turbinas giraban sin cesar a ambos lados y a menudo tenía que esquivar los remolinos. Aquel era el misterio más apasionante de mi vida. Cuando llegué a la estación espacial pensé que el techo de metal me aplastaría ya que la construcción se venía hacia a mí, pero sobreviví. Me reencontré con el Capitán y seguimos con nuestros viajes y con nuestras vidas.
          Al final crecí y dejé de viajar por las galaxias. Comprendí que el Capitán sí mentía de vez en cuando, pero aprendí a perdonarlo con el tiempo. Las galaxias no eran infinitas, ni siquiera eran grandes. La vida se llenó de problemas, y ya no pude viajar más. Se acabaron los misterios y las pasiones, y mis días se convirtieron en una rutina gris, sin colores ni luces, ni turbinas que giraran…
Hasta que un día llevé a mi hijo al mismo lavadero automático de coches al que me llevaba mi viejo. El mocosito del asiento de atrás me preguntó si podía sentarse al lado mío, en la cúpula de la nave, y me llamó Capitán. Recuerdo que ese mismo día le expliqué que las galaxias eran muy gigantes y que eso hacía que todo fuera posible, y mi vida se llenó de apasionantes misterios nuevamente.


***
El Océano
          Le decían Alpargata, porque no servía para ningún deporte. Un día, un equivocado se equivocó y le dijo Ojota, y todos nos reímos igual porque el chiste seguía teniendo sentido. Pero más sentido tuvo para él, porque comprendió que el equivocado había sido el único acertado. Ojota le quedaba bien, porque le gustaba nadar. A menudo nadaba en lagos y en lagunas, y ríos y mares. Ríos de colores donde todo era posible; todo dentro de su cabeza, por supuesto. Mares de imaginación sin olas, ni sal, ni peces, aunque a veces muy profundos.
          Cansado de la burla de nosotros  —sus amigos— anunció que había encontrado su razón de ser, su lugar en el mundo, su función en esta vida. Se calzó las ojotas, luego se las descalzó, y saltó del trampolín a la piscina sin titubear. Por primera vez saltó sin ningún miedo a una pileta con agua de verdad. Nosotros mirábamos entre asombrados y entretenidos, anonadados pero divertidos. Apostábamos quién sería el primero que tendría que meterse para rescatarlo y le gritábamos nuevas bromas improvisadas para distraerlo. Pero él no escuchaba. Él sólo nadaba. Y nadó por un rato, nadó bien. Pero después salió y nos comunicó un poco decepcionado que no había sido gran cosa, que creía que aquel lugar le quedaba demasiado chico.
          Inmediatamente, se vistió y volvió a calzarse las ojotas. Sin equipaje, arrancó su auto y partió para la costa. Nosotros fuimos con él. ¿Qué otra cosa podíamos haber hecho más que ir con él, si eso lo que hacen los amigos? Cuando llegó a la orilla intentamos persuadirlo de que no lo hiciera una última vez. Lo intentamos con palabras y con humor, ese era nuestro estilo, pero nunca por la fuerza. Dijo que nadaría por todo el Océano Atlántico y llegaría hasta África, y recién entonces nos llamaría por teléfono y nos contaría cómo le había ido. Para que nos quedáramos tranquilos. Es cierto que nos asustamos un poco al principio, pero, al ver la determinación con la que brillaban sus ojos y la satisfacción en su rostro, no pudimos hacer más que brindarle todo nuestro apoyo y desearle la mejor de las suertes. Lo seguimos con la vista hasta que se convirtió en un puntito negro a la altura del horizonte. Todavía movía los brazos y pataleaba con entusiasmo, y salía cada tanto para respirar. Por momentos se daba vuelta para ver si seguíamos ahí y nos saludaba desde lejos.
          Después volvimos y esperamos su llamado, pero nunca llamó. A lo mejor, no hay teléfonos en África, o él no sabe la característica que tiene que marcar. A lo mejor, se topó con alguna isla paradisíaca en su camino y se olvidó de avisarnos, tan despistado que es. O tal vez, simplemente no llama porque está un poco deprimido. Conociéndolo, es probable que, al igual que la piscina, el océano le haya quedado demasiado chico.
***
¡Llueve!
          Cosa rara la lluvia y no es más que agua que cae del cielo. Cada gota salta sin paracaídas y muere contra el suelo sin mostrar el menor gesto de preocupación. Pero la lluvia no es una gota, la lluvia es lluvia. El exponente máximo del trabajo en equipo que se da cuando todas las partículas de agua en el aire deciden empapar una superficie.
          Tema de conversación universal, la lluvia forma parte en los argumentos de libros, películas, canciones y obras de arte. Inspira a los artistas y a los aspirantes a serlo, permitiéndoles crear o al menos creer que crean. Indiscutible generadora de fantasías, una llovizna es perfecta para romper el hielo entre dos personas que recién se conocieron, y – cursilería o no – es ideal para sellar relaciones con un beso.
          La lluvia rompe los esquemas de la rutina, regálndonos a todos un día lluvioso. Bendición para quienes la necesitan o maldición para quienes perjudica, nadie se enoja con el temporal ni intenta detenerlo. La gente acepta y sobrevive. La lluvia es, entonces, la prueba perfecta del poder de la naturaleza sobre el hombre. El diluvio humilla a las personas humedeciendo su burocracia y convirtiendo su automatismo en individualismo. Los oficinistas demoran sus trabajos de oficina y sus mejores trajes se ven completamente embarrados, manchando al más pulcro. Los ubicados corren como locos y los amantes se quedan en sus camas amándose un rato más. Los peones estacionan en los lugares reservados para los gerentes y los transportes públicos permiten viajes gratis siempre y cuando los pasajeros se solidaricen y se aprieten un poco sin importar cuan mojado está el de al lado. Las llegadas tarde de los alumnos no son penalizadas por las autoridades de los colegios, quienes los miran entrar con lástima porque tiritan de frío. Dichos mandatarios creen tener un dios aparte por el simple hecho de estar más secos que los estudiantes, y sonríen triunfantes al mostrar su infinita bondad dejándolos pasar cuando el tiempo les juega en contra. No obstante, ellos siquiera sospechan que los vencedores son los jóvenes, quienes encontraron en la lluvia una excusa perfecta para romper las reglas de un régimen establecido. Porque quiérase o no, cada vez que llueve el sistema tiembla y se tambalea, y queda en evidencia la forma en la cual todo lo que el ser humano inventó puede convertirse en nada cuando las nubes resuelven disparar sus chispas aguadas.
        
          Dirán que esta humilde reflexión que homenajea a los chaparrones está cargada de errores técnicos, personificaciones irrelevantes y exageraciones innecesarias. Me hablarán del estado líquido del H2O, de la presión atmosférica y de otros términos científicos y meteorológicos como las causas únicas para los truenos, los rayos y los relámpagos. Sin embargo, la razón por la cual nunca va a dejar de llover es porque nunca va a faltar aquel que, estupefacto ante el fenómeno más increíble de todos, concluya diciendo cómo llueve, che.
***
“Tres Cajitas” 
Se lo regalaron para navidad. En realidad se lo regalaron un par de semanas antes de navidad, pero fue tan importante que Matías no se amargó cuando no encontró un paquete que dijera Matías debajo del arbolito. Era un Fiat 128 Súper Europa, ese que parece tres cajitas de cartón cuadradas unidas con pegamento; una cajita en el lugar del capó, otra más alta en el medio y otra igual que la primera en el lugar del baúl. Era azul despintado. Era modelo ’89, igual que Matías. Era su mejor amigo.
            Matías trabajaba en una fábrica de alfombras a unos cuarenta minutos de su casa cuando iba en tren. A diecisiete con el auto. Pero los veintitrés minutos diarios que se ahorraba para ir al trabajo y los veintitrés minutos diarios que escatimaba de regreso a casa estaban lejos de ser la principal ventaja del Súper Europa. Para Matías, lo más asombroso de ese fantástico mundo nuevo que empezaba a descubrir era el hecho de no tener que volver a viajar en tren. Nunca más. Por fin no volvería a estar tan cerca de un extraño como para poder besarlo en la boca, como para poder respirar su mal aliento. Por fin no volvería a necesitar la cálida transpiración del resto de los pasajeros para calentarse en invierno y refrigerarse en verano. Por fin dejaría de sentirse una cabeza de ganado rumbo al matadero. Esas tres cajitas azules unidas por pegamento, ese regalo que no fue precisamente de navidad, cambió la vida de Matías.
            El día que la vida de Matías cambió por segunda vez, volvía a su casa de la fábrica de alfombras en el Súper Europa. Como siempre, tenía la ventanilla baja y el estéreo a todo volumen. Que el mundo se entere que soy fan de Green Day. A las tres y tres minutos frenó en el semáforo de Maipú y Ugarte. No puso el cambio en punto muerto, sino que lo mantuvo en primera y dejó el embriague apretado; una vieja manía de la que no sabía despegarse. El estéreo enmudeció por ese par de segundos que tarda en terminar “Wake Me Up When September Ends” para dar comienzo a “Minority”, y el mundo quedó en silencio. Fue en ese instante que Matías echó un instintivo vistazo al coche detenido a su izquierda. Auto negro con vidrios negros, varias decenas de miles de dólares más impuestos, porque sólo se trae de afuera. Hombre grande de mirada helada y corte militar al volante. Hombre joven de mirada ambiciosa y rasgos sajones en el lugar del acompañante. El tipo del corte militar le hizo un gesto al extranjero, y los dos enmudecieron igual que el estéreo de Matías. Los dos miraron al mejor amigo del Fiat 128 Súper Europa. Los ojos del hombre al volante eran profundos y negros como la entrada del infierno; los del copiloto extranjero, los botones que activaban una bomba atómica plantada en el interior de Matías. 
            Matías arrancó. Los neumáticos lloraron a modo de protesta; Matías nunca los trataba así de mal. Cruzó el semáforo en rojo, todavía pensando en lo que había escuchado. Algo sobre que el presidente moriría ese mismo día. ¿Y el tipo de aspecto yanqui? ¿De dónde le sonaba? ¿Podía ser el prometedor empresario que la tele dijo que llegó al país el día anterior? ¿Podían ser dos desconocidos hablando trivialidades en un coche importado? ¿Por qué mierda voy con la ventanilla baja? ¿Por qué mierda hoy no tomé el tren? “Minority” ya sonaba. Dos policías de tránsito le indicaron que se detuvieran. Uno de ellos se acercó para regañarlo, soltarle el discursillo sobre conciencia y seguridad vial. Hacerle su primera multa. A Matías todo eso le parecía ajeno, como si pasara en una galaxia muy, muy lejana. Matías sólo tenía ojos para su espejo retrovisor, que le mostraba horrorizado al coche importado arrancando detrás suyo, pasando también en rojo, siendo detenido por el control policial. Otro policía de tránsito que no lo regañó ni le soltó el discurso ni le hizo la multa se acercó al coche importado. El otro policía de tránsito era moreno, pero su rostro se tornó blanco cuando el tipo del corte militar le mostró una placa. El otro policía de tránsito moreno pálido les indicó que siguieran; en el espejo retrovisor se lo podía adivinar disculpándose. El coche importado arranco y pasó junto al Súper Europa a paso de hombre. El acompañante extranjero, ese que tal vez le sonaba a Matías del noticiero o de ningún lado, anotaba la patente del auto de Matías – o cualquier otra cosa.
            Matías llegó a destino pensando sólo dos cosas: que el presidente moriría ese mismo día, y que él moriría también. Abandonó el Súper Europa con desdén impropio y se metió en su casa para tratar de aclarar las ideas. No había nadie y era una suerte. Ver a cualquiera de sus padres, ese par de gente linda que le regaló tanta alegría un par de semanas antes de navidad, y saber que puso sus vidas en peligro le habría roto el corazón. El semáforo de Maipú y Ugarte. A pocas cuadras de la quinta de Olivos. Matías entendió de golpe lo que tenía que hacer. Regresaría a la casa presidencial y les diría lo que había oído. Hablaría con el presidente en persona si era necesario.
            Matías arrancó el motor. El Súper Europa despegó a una velocidad incontrolable. En menos de diecisiete minutos, mucho menos, estuvo de vuelta en el lugar que cambió su vida por segunda vez. A la altura de la quinta de Olivos dobló en U sin mirar para los dos lados y sin ver la limusina estacionada contra la que se estrelló. El chofer se salvó. El presidente de la Nación y el custodio de turno en el asiento trasero no corrieron con la misma suerte. Y Matías nunca volvió a ver a su mejor amigo, un Fiat 128 Súper Europa modelo ’89 color azul despintado.
Ese que parece una sola cajita compacta de cartón corrugado.

 ***
Veintiséis de Marzo
            La luna mentía bien la noche del veintiséis de marzo. Fernando apagó el motor del Europa cero kilómetros que sus padres acababan de regalarle para su cumpleaños número dieciocho. El coche parecía tres cajitas cuadradas adheridas con pegamento; una cajita en vez del capó, otra un poco más grande para los asientos y la que ocupaba el lugar del baúl del mismo tamaño que la primera como si fuera un número capicúa. Era azul metalizado, igual que los ojos de Silvia. Fernando no estaba seguro quién de los dos era su primer amor: Silvia, impaciente en el asiento del acompañante, o su Fiat 128.
            —¿Me dejás poner un cassette?
            —¡Pero claro! —respondió Fernando al instante, orgulloso de que su estéreo tenía incorporado pasacassette en lugar del anticuado pasa magazine.
            Silvia introdujo el lado B de un repertorio robado de la radio y la voz clandestina de Mick Jagger se puso a aullar que —si lo encendían— ya nunca iba a poder detenerse. Fernando alzó la ventanilla, temiendo que algún vigilante nocturno se fijara en ellos. Temiendo que una brisa fresca le arrebatara el momento en vez de congelarlo para siempre. Temiendo no ser capaz de mantenerla encerrada todo el tiempo que fuera necesario, porque presentía que una vez que se bajaran del auto sólo conseguiría acompañarla derrotado hasta el umbral. Temiendo. Ya habían cenado una montaña de espaguetis en Pipo y habían visto Indiana Jones en el autocine. Fernando sabía dónde quería darle un beso a Silvia; el problema era que no sabía por dónde empezar.
            —Tus ojos son dos faroles que iluminan mi camino… —comenzó a recitar risueño mientras le acariciaba el pelo.
            Silvia torció una sonrisa encantadora mordiéndose la parte inferior del labio. Definitivamente era ella y no el coche el primer amor de su vida. Envolvió su mano pequeña en la suya mientras consultaba internamente si sería adecuado completar el chiste con aquello de que una noche los cerraste y me hice torta contra un pino. Se disponía a hacerlo, cuando lo tomó por sorpresa:
            —¿Qué vas a hacer cuando vuelvas?
            —¿Cuando vuelva? —repitió él.
            —Sí, cuando vuelvas —confirmó Silvia.
            Fernando tragó saliva, se aclaró la garganta y adoptó una expresión apasionada.
            —Primero voy a estudiar Ingeniería en la Universidad de Buenos Aires. Los primeros cuatro o cinco años voy a hacerlos de un tirón. Después tal vez me atrase un poco, cuando empiece a trabajar. Entraré en la planta de Ford o de Fiat. Voy a diseñar autos, ¿sabías? En los años veinte, Henry Ford decía que podías comprarte un automóvil de cualquier color que quisieras… siempre y cuando el color que quisieras fuera negro. Pero la industria cambió un montón desde entonces, ¡y ni hablar de todas las opciones que van a haber para cuando yo me reciba!
            —¡Epa! Ya tenés toda la vida planeada. ¿Ya sabés también cómo se va a llamar tu perro? —se burló Silvia.
            —Richard Kimble —contestó Fernando y sintió de inmediato cómo el color rojo iba apoderándose de su rostro—. ¿Nunca viste la serie El fugitivo?
            Ella frunció el entrecejo pero jamás aflojó la sonrisa.
            —¿Y vos qué vas a estudiar? —preguntó Fernando para salir del paso.
            —No sé si voy a estudiar. Yo soy más de vivir el momento. Quiero ser actriz.
            —¡¿Actriz?! —se escandalizó él—. ¿Qué? ¿En un teatro?
            —No. En el cine. Quiero ser actriz de cine. ¿Vos sabés cómo inventaron el cine? —ahora era el turno de ella para desasnarlo—. Un tipo que tenía mucha pero mucha plata quería saber si los caballos, al galopar, levantaban las cuatro patas del suelo al mismo tiempo. Así que mandó a fabricar una cámara que sacara muchas pero muchas fotos por segundo para poder averiguarlo.
            —¿Y levantan las cuatro patas al mismo tiempo?— se interesó Fernando.
            —¡¿A quién le importa?! —retrucó Silvia con frustración, como si el otro no hubiera entendido el sentido de lo que acababa de contarle—. ¡Inventaron el cine!
            Fernando la miró en silencio, permitiendo que la incomodidad los invadiera. Tantos años amándola de lejos, mientras daba lección en el frente o la veía pasar por los pasillos del Colegio Nacional, para descubrir de repente que pertenecían a dos mundos distintos. Fue Silvia la encargada de romper el hielo:
            —¿Y no vas buscarte una novia, cuando vuelvas?
            —Cuando vuelva, sí.
            —¿Qué tiene que hacer una mujer para que un hombre como vos la quiera? —quiso saber ella y su mirada azul centelleó con más intensidad que nunca.
            —Yo quiero como los niños, a cambio de besos y caramelos —repuso Fernando.
            Silvia le convidó un Sugus de frutilla que paseaba en su morral junto con los cassettes de los Stones, y Fernando le agradeció con un roce tierno en la comisura de los labios. Ella abrió la boca de par en par. Comenzaron a devorarse con el hambre de besos que sólo se tiene a los dieciocho años en el asiento delantero de un Fiat Europa, acompañando esos besos con un sinfín de torpes caricias. Besar a Silvia era oír todos los fuegos artificiales de Año Nuevo explotando al mismo tiempo. Era abrir el cofre de Feliz Domingo. Era sentirse vivo, vivir por siempre, sobrevivir para poder besarla de nuevo.
Se despegaron recién cuando Jagger dejó de tararear algo sobre la importancia de esperar a los amigos. Emergieron al otoño. Fernando escoltó a Silvia hasta el portón del edificio donde vivía y la despidió con un último piquito.
Al día siguiente, partió rumbo a Malvinas. 
Andrés Pascaner  

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