jueves, 30 de octubre de 2014

JUANCHO, MI AMIGO


                                                          Recreación de una de las notas de “Mis apuntes” escritos a partir del año 1938

El señor Saldivia llegó a la Estación Gobernador Domínguez en 1938 para cubrir el cargo de auxiliar que quedó vacante por traslado de Ambrosio Giménez.
           (Vale acotar que Ambrosio Giménez, años después, fue el mejor Secretario General que tuvo la Unión Ferroviaria).
Saldivia con su familia se instaló en una de las viviendas del Ferrocarril; la más cercana a la nuestra.
 - Soy Oscar, tengo nueve años -le dije al hijo de Saldivia.
 - Y yo Juan, me llaman Juancho. Cumplí los nueve el 5 de agosto.
 - Yo los cumplí el 28 de agosto.  
 - Ese día también los cumple Doña Juana.   
 - ¿Quién es doña Juana?
 - La señora que nos atiende. Mi mamá falleció cuando yo tenía cinco años.
 - ¡Uh! Lo siento. ¿Querés ser mi amigo?
 - ¡Claro que sí! ¿Dónde vivís?
 - Aquí mismo, en la casa de la estación.       
 - ¡Ahhh! Sos hijo del Jefe.      
Mi hermano Guillermo, Juancho y yo íbamos a la escuela por la vereda que bordeaba los 200 metros de la lonja de campo de los herederos del terrateniente Aurelio Jorge, propietario de las tierras en las que el Ferrocarril Entre Ríos edificó la Estación y sus instalaciones y de la frenja en que tendió los rieles próximos. 
El pueblo se edificó al otro lado de la ruta 12. Allí se encontraba la escuela Isidoro Suárez. 
 En esos años de mi niñez el pueblo de Domínguez tenía unos mil habitantes, escuela primaria completa, nutrida biblioteca con gran salón de teatro en el que actuaban aficionados locales y compañías que salían en gira por el interior de país, actos escolares festejando las fiestas patrias, reuniones culturales en las que disertaban buenos oradores, bailes, cine y otros eventos. Además contaba con estación ferroviaria, Junta de Fomento, Centro Administrativo de la Empresa Colonizadora Jewish Colonization Association, importante Cooperativa Agraria, hospital, iglesia, usina eléctrica, fábrica de hielo, oficina de Correos y Telégrafos, una gran plaza, una plazoleta con juegos para niños, cremería, farmacias, tiendas, almacenes, librerías, comercios de ramos varios, talleres, cementerio, moderna instalación para faenar animales para consumo, elevador de granos, galpones en los que se acopiaban granos y otros productos cultivados o elaborados en la región. Mi amigo y yo conocimos bien esas instalaciones y a quienes trabajaban en ellas, a los propietarios de cada comercio, de cada taller y a los que habitaban en cada una de las viviendas del pueblo y sus cercanías.
Los trenes transportaban pasajeros, equipajes, encomiendas, cargas, hacienda, etc. Las verduras, hortalizas, frutas y otros productos perecederos llegaban a nuestro pueblo en trenes de encomiendas; en trenes de carga, mercaderías para abastecer comercios y  talleres, maquinarias agrícolas, tractores, materiales para construcción, etc.
En la Estación Dominguez se cargaban gran cantidad de vagones con lino, trigo, maiz, girasol, etc. que se despachaban a diversos destinos. Las aves vivas, huevos, quesos y crema se cargaban día por medio en trenes especiales para productos perecederos. Para la crema el Ferrocarril disponía de vagones frigorífico con depósitos para hielo; en Domínguez se los proveía con decenas de barras de hielo. Se las subía al techo del vagón haciendo un pasamanos de varios hombres, abrían las tapas de los compartimientos ubicados en cada cabecera y las echaban dentro.
La estación ferroviaria cumplía una función importante en la vida pueblerina por los servicios que prestaba, entre ellos el de telegramas a poblaciones en los que el correo sólo era estafeta postal. 
La estación ferroviaria era fuente de trabajo no sólo de sus empleados, también para quienes transportaban a los comercios las mercaderías recibidas y las que enviaban. La Estación Gdor Domínguez del ex Ferrocarril Entre Ríos, actualmente Urquiza, está ubicada en el ramal central de la línea férrea de Buenos Aires a Posadas. 
Por esas vías pasaban los trenes internacionales de pasajeros que llegaban hasta Asunción del Paraguay; sólo se detenían en estaciones importantes, pero también lo hacían en estaciones chicas cuando había pasajeros que viajarían a estaciones que se hallaban más al norte de Concordia en Corrientes o Misiones. 
Además de los trenes de pasajeros de larga distancia, corrían trenes de pasajeros, encomiendas y cargas que unían Concordia con Buenos Aires, esos si paraban en todas las estaciones, para que bajen y suban pasajeros; de los trenes de carga se descargaba y cargaba mercaderías diversas. Trenes con unos pocos coches de pasajeros y un furgón  cubrían el transporte de pasajeros , equipajes y encomiendas uniendo Gualeguaychú con Concordia; éstos, como los de larga distancia, posibilitaban hacer combinaciones hacia estaciones de otros ramales que llevaban a diversos destinos de la provincia de Entre Ríos.
Los trenes de pasajeros que unían Concordia con Buenos Aires estaban dotados de dos furgones, uno para correspodencia, otro para equipajes y encomiendas, un coche comedor, un pullman, varios coches dormitorios unos cuantos de 1ra y de 2da clase. Estos sí se detenían en todas las estaciones y eran una atracción para algunos habitantes de los pueblos que iban a la estación para ver pasar el tren.
En los atardeceres sabatinos de primavera y verano la estación Domínguez se convertía en el punto al que convergían gran cantidad de personas de distintas edades y clases sociales, algunos acompañando a familiares que viajaban, los demás, para ver el tren que iba a Buenos Aires o relacionarse socialmente con otros. Esos solían llegar mucho antes de la hora en la que pasaba el tren para hacer sociabilidad o mostrar algún modelito de vestido paseando por el andén y sus extensas plataformas. 
 - Esto se parece a las romerías que se hacían en mi pueblo de España -dijo un señor, asombrado al ver tanta gente.  
El trazado urbano de Domínguez difiere de los tradicionales diseños en damero de la mayoría de pueblos y ciudades. De su plaza circular General San Martín nacen ocho calles hacia los cuatro puntos cardinales e intermedios que se cruzan con las circulares paralelas a la plaza que nacen y terminan en esa avenida. Otras calles comienzan en los ángulos exteriores que forman las pentagonales manzanas que rodean la plaza haciendo que el trazado se asemeje a una telaraña.
Yo hacía los deberes a las disparadas, apurado por encontrarme con Juancho. Jugábamos al fútbol, a las bochas y con pelota de mano usando como frontón una de las paredes del  galpón depósito de cargas. En otras oportunidades solíamos recorrer el amplio predio ferroviario, nuestro paraíso terrenal, observando la gran cantidad de pajaritos de variados colores y tamaños que revoloteaban en los frondosos árboles que poblaban el vasto predio ferroviario. Anidaban en los árboles del lugar. Allí siempre había semillas de cereales y oleaginosas junto al Elevador de Granos y los galpones acopiadores. 
Subidos en los talas comíamos sus dulces frutitos y observábamos los nidos de pajaritos. Por el tamaño y color de los huevitos sabíamos a qué variedad pertenecía cada nido. En ese solar crecían plantas silvestres de mburucuyás, pisingallos y macachíes que nos daban sus frutos.    
Condiciones climáticas favorables y ausencia de plagas, (pocas veces ocurría), producían abundantes cosechas que colmaban la capacidad de los galpones, entonces estibaban las bolsas con granos en el exterior y las cubrían con lonas.
Juancho me instó a caminar por los charcos de agua que dejan los chaparrones veraniegos. En una oportunidad participó de mi paseo hídrico una nena de cinco años que había llegado con su madre en el tren de Buenos Aires. Al verlas mi padre que permanecían en la sala de espera, se interesó por ellas. La señora estimaba que sus familiares chacareros no acudieron a esperarlas por los caminos anegados. Mi padre la hizo pasar a nuestra vivienda adosada a la estación.
Mientras la señora contaba maravillas de su vida porteña yo salí en dirección a una zanja poco profunda que tenía no más de 15 centímetros de agua de lluvia; su hijita, primorosamente vestida, me siguió. Cuando me metí en la zanja la nena me tendió su manito.  Me desplazaba lentamente por la cuneta con ella tomada de mi mano caminando a la par por la orilla cubierta de pasto. Inadvertidamente pisó un charquito con agua su gargantita dejó escapar un gorjeo de agudas risitas.
 - ¿Me ayudás a entrar? -me pidió con voz pequeñita.
La cuneta ahí tenía muy poca agua. La ayudé tomándola de sus manitos. El agua apenas llegaba a sus tobillos. Su risita divertida sonó como un cascabeleo.
 - Hagamos un trencito -dije dándole la espalda y extendiendo mis brazos hacía atrás. Ella me seguía riendo sin soltar mis manos.  
 - ¡Me gusta mucho! -dijo con su voz suavecita.
No habíamos recorrido diez metros cuando un grito de su madre quebró el encanto.
 - ¡Nena!!! ¡Estás arruinando tus zapatitos y tu vestidito! 
 - ¡Y vos! ¿Cómo te atrevés a meter en ese agua sucia a mi hijita?
 - El agua no es sucia. ¡Mirá! -dijo la nena levantando agua con sus manitos- Yo entré porque quise. Él es bueno, me ayudó. -decía la nena mientras se alejaban tomadas de la mano-  ¡Mami, el agua es calentita, no fría como la de Mar del Plata!  
Yo me quedé pensando - Esa señora jamás entenderá lo que disfrutó su hijita.
Los domingos, Juancho y Guillermo “armaban” los equipos para jugar al fútbol en el terreno existente entre nuestra vivienda y la casa de Saldivia. El primer tiempo terminaba cuando doña Juana llamaba a Juancho para comer, que coincidía con el almuerzo en nuestro hogar. Unas dos horas después nos rencontrábamos todos los participantes. El partido finalizaba cuando oscurecía y no se veía la pelota.
Con la colaboración de los criollitos amigos, compañeros de juegos, hicimos la cancha de bochas junto a la canchita de fútbol.
Fue allí, junto a esa cancha de bochas, donde Juancho me entregó una torta criolla con azúcar negra hecha en horno de barro.
 - Le pedí a doña Juana que haga una más para vos porque quería dártela.  
 - Pero… ¿por qué? -Juancho levantó los hombros mirándome expresivamente. Ese gesto y esa mirada me dijeron mucho más que cien palabras. 
Mucho tiempo después, en una reunión con familiares y amigos hablaban de regalos recibidos en la niñez. Cada uno contó el que más lo había impactado.
 - ¿Y a vos Oscar, qué regalo te dejó el mejor recuerdo?
 - La expresión gestual de mi amigo Juancho Saldivia cuando me dió una torta criolla. ¿Y aquel mecano de 500 piezas? -recordó Marcos, un amigo de la infancia¿Por qué esa torta de azúcar negra fue tan importante para vos.
 - No fue la torta la que me impactó, fue la expresión gestual con la que Juancho respondió a mi pregunta de por qué me la regalaba. Fue un gesto muy significativo… encogió los hombros, su mirada me trasmitió la firme convicción que su amistad era incondicional e imperecedera.  
Juancho era el capitán de nuestro equipo de fútbol cinco de la escuela.    
Teníamos cinco camisetas; cuatro blancas con ancha franja horizontal azul con el nombre Agustín P. Justo. Mi camiseta, la de arquero, era azul con letras blancas. ¿Cómo llegaron a nosotros? Agustín P. Justo, siendo Presidente de la Nación, fue a Domínguez para apadrinar al séptimo hijo varón de la familia Ramos y visitó nuestra escuela. Después de dirigirnos algunas palabras nos preguntó qué nos hacía falta.
 - ¡Aparatos de gimnasia! -respondimos conforme a lo indicado por los de sexto. 
No obstante que uno de los integrantes de su comitiva tomó nota no nos mandó lo solicitado. Nos llegaron cinco camisetas y una pelota de fútbol. No se olvidó de las niñas. Para ellas envió tres sogas para saltar a la cuerda.  
La Directora de nuestra escuela le dijo a Juancho que había aceptado la invitación que hizo el director técnico de los escolares de Las Moscas, un pueblo situado a 10 kilómetros, para jugar un partido de fútbol el domingo a las 15 horas.
El camión que nos llevaría se descompuso. Arreglamos con el señor Sirota para que nos lleve en su carro.
Nos sentamos en la caja con las piernas colgando hacia afuera. Cada vez que Sirota tocaba con el látigo a sus caballos, éstos respondían con una flatulenta oleada pestilente.
Llegamos a la escuela de Las Moscas. No había nadie. Un hombre que pasaba en bicicleta nos preguntó si necesitábamos algo.
 - Somos integrantes del equipo escolar de fútbol de Domínguez y veníamos…
 - Los esperan en la cancha grande. -dijo mirándonos con cierto sarcasmo.
Habíamos viajado creyendo que sería un partidito en el patio trasero de la escuela, en canchita chica como la nuestra. Evidentemente nuestra Directora aceptó la invitación sin preguntar detalles.
Llegamos a la cancha grande; había mucha gente. Jugadores vestidos con flamantes equipos con los colores de Estudiantes de La Plata peloteaban en uno de los arcos. Eran bastante mayores que nosotros. No veíamos a los escolares.
 - Somos integrantes del equipo escolar de Domínguez -le dijo Juancho al hombre que hablaba con los que peloteaban.
 - ¿Y los otros?
 - Nuestro equipo escolar es de cinco.
 - Arréglense para que sean de once -dijo secamente, como el nuestro y señaló a los que peloteaban.
Esos eran escolares eran más grandes que cualquiera de nosotros, algunos tenían bigotes y las piernas tan peludas que se podían hacer trencitas con sus vellos. 
Nos superaban en altura por una cabeza. Juancho dijo que esos no eran escolares.    
 - Sí, son escolares de la nocturna. -respondió su entrenador.  
 -  Sólo cinco de nosotros teníamos las camisetas donadas por Agustín P. Justo y pantalones de diversos colores, zapatillas o alpargatas. Yo, como arquero, tenía camiseta azul y rodilleras comunes a las que le agregué protectores hechos con recortes de un mandril rojo del apero del doradillo. Completamos los once jugadores con los tres suplentes y tres hinchas que quitaron sus camisas y quedaron con sus camisetillas blancas. Recibimos algunos silbidos cuando entramos a la cancha. 
Comenzó el juego. A mis compañeros, de 13 y 14 años, no los intimidaron el tamaño de los adversarios, ni los tapones de sus botines. Jugaron de igual a igual.
Juancho metió dos goles, ellos me metieron dos pelotas en el ángulo, a las que mi metro cincuenta y ocho de estatura no pudo alcanzar. 
Sacamos un honroso empate.   

 Mi empleo en el ferrocarril hizo que me adjudiquen otro destino. Actualmente Juancho Saldivia, ya jubilado, vive en Domínguez. 
Al reencontrarnos, después de muchos años, bastó un abrazo para saber que aquella amistad de niños y adolescentes se mantuvo latente e inalterable. Ahora nos consideramos "hermanos".



                                                                              * * *

1 comentario:

  1. Esa pregunta tan hermosa: "Querés ser mi amigo/a" y que te respondan que SI!
    Como le ha sucedido a usted, esas amistades, con el tiempo y gracias a las circunstancias de la vida o a pesar de ellas, se convierten en hermandades.
    Un afectuoso saludo

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